Una prima con riesgo

Sucedió en primavera. Con la promesa del verano proliferan esas demostraciones de amor y fervor religioso que solo le interesa a los protagonistas pero que arrastran a los familiares y/0 amigo que se ven envueltos en una etiqueta social basada en la repetitiva tradición más que en una elección personal.

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Juan Castro se desplazó hasta Orihuela, la ciudad con más iglesias por cada mil habitantes de España para asistir a una boda vespertina de una prima a la que no veía desde el último enlace de otro miembro común de la familia. Llegó a su destino y media hora después logró aparcar a una distancia satisfactoria de la iglesia. Entendiendo satisfactoria por no haber tenido que desplazarse hasta otro municipio. Fue puntual a su cita y le dio tiempo a ver la entrada del novio, primero, y de la novia, después, haciendo acto de presencia antes de esquivar la ceremonia y dirigirse al bar más cercano.
Allí reconoció a la parte de su familia que se había adueñado de la barra del bar y demandaba cervezas y licores como aperitivos de lo que vendría después. Tras ponerse al día con primos, tíos y desconocidos que le recordaron a Juan lo mucho que había cambiado en los últimos 20 (de sus 30) años se fueron hasta la puerta principal de la iglesia para ver la salida de la feliz pareja. Las viejas y las niños arrojaron arroz, la gente de mediana edad hizo fotos y los mayores salieron decepcionados de la iglesia por que el cura ya no le ponía tanto pasión al sacramento como ellos recordaban que debía hacerse.
Tras unas explicaciones sin sentido que acabaron en el habitual ‘tú sígueme que yo sé dónde está’, se metieron en sus coches dirigirse al local donde iban a cenar. Juan iba en moto pero como seis eran demasiados para un Peugeot 206, llevó a una acompañante de paquete a la que le prestó su caso.
La espera a los novios, enfrascados en su nuevo ‘trabajo’ de modelos fotográficos, se estaba haciendo eterna. Los expertos camareros que portaban bandejas con comida esquivaban a las personas con más hambre para que no les hicieran perder el equilibrio. El encargado de cortar jamón, en cambio, acobardado tras una mesa sudaba sin cesar mientras se escondía tras una sonrisa terriblemente nerviosa viendo como una legión de pirañas embutidas en trajes de fiesta demandaba más cerdo curado de pata negra.
Juan y su acompañante, Clara, fueron hasta un grupo, más o menos joven que aguardaba la llegada de los novios junto a la mesa de las bebidas. El alcohol siempre ha sido un líquido sustitutivo. Sustituye la timidez por la desinhibición, la vergüenza por la osadía y los plazos de espera por significativos lapsus temporales. Clara era joven y guapa, no de una belleza arrebatadora pero si esbelta. Quizá el paso de los años jugaran en su contra pero estaba sin duda en la época de su máximo esplendor, pensó Juan Castro. Dentro del numeroso grupo que se había congregado en torno a la histórica disputa sobre la superioridad, o no, del whiskycola sobre el gintonic él había empezado a apreciar una actitud receptiva sobre su compañera de viaje.
A ella tampoco le interesaba aquel estúpido debate y no contar con un acompañante masculino a la boda le permitía gozar de total libertad de acción. Juan Había empezado una conversación sobre ella preguntándole por si sabía cuantas clases de arañas existían. Ella sorprendida le preguntó ‘¿Cuántas?’. ‘Hay más de 50.000 en todo el mundo, pero no conozco la que hay sobre tu hombro’, contestó Juan Castro.
Superado el susto inicial y tras comprobar que era una broma Clara le encontró interesante. El cóctel de alcohol, tedio y calor les llevó a separarse del grupo hasta quedar junto a una caseta con los retretes y una zona para barbacoas. Juan Castro preparaba el terreno pero no fue necesario. ‘No me gustan las tradiciones ni hacer siempre lo mismo’, dijo susurrantemente Clara para añadir a continuación que ‘me gusta hacer cosas nuevas, viajar, vivir sin planes… ¿Sabes qué no he hecho nunca en una boda?’. Eso fue todo lo que necesitó Juan Castro para abalanzarse sobre Clara que le recibió con los brazos abiertos.
Ambos se fueron a la parte trasera de la caseta. Allí Juan Castro trataba de levantar el vestido de Clara y Clara hacía lo propio con los pantalones de Juan Castro. Pronto se dieron cuenta de que era mejor de que cada uno se ocupara de lo suyo. De los besos pasaron a la penetración sin más preámbulos. Golpeándose contra la pared Juan Castro empezó a embestir a Clara que se sujetaba del cuello para mantenerse a la altura de su cintura. Juan Castro alentado por los jadeos de Clara siguió exhibiendo su fuerza para penetrar a su acompañante mientras el sonido de las cisternas no menoscababan su arrebato sexual. El tiempo era un factor en contra así que los amantes no se guardaron nada hasta culminar el acto justo antes de que Clara le susurrara al oído, puedes acabar adentro, llevo el diu y tomo pastillas. Y así lo hizo. Ella gritó de placer y alertado por ello un chaval que se preparaba para mear sacó su móvil con cámara por el ventanuco trasero del váter.
No hay nada más rápido que la luz en este universo. Salvo los cotilleos transmitidos por el bluetooth del teléfono de un adolescente. La cámara de 5 megapíxeles no dejaba dudas sobre el ejercicio aeróbico de Juan Castro y Clara. En cuestión de minutos todos los asistentes a la boda conocieron que la pareja que llegaba de realizar un reportaje fotográfico quizá no fuera la más feliz después de todo. Juan Castro salió del baño tras refrescarse y meterse la camisa por dentro. Mientras se ajustaba la corbata se le acercaron sus padres. ‘¿Pero qué has hecho Juan?’ le espetó su madre. Su padre le cogió del brazo para alejarle de una multitud que le seguía con unas miradas tan penetrantes como divertidas.
Ya a solas su padre le puso al corriente de la situación.
- ¡Por dios que sois familia! -exclamó su padre con los brazos en jarra.
- Se llama Clara Sánchez Mateu. No podemos ser familia directa –respondió Juan Castro.
- Es la hija adoptiva de tu primo hermano José Miguel. El primogénito de mi hermano Rafael.
- Bueno no es el fin del mundo.
- Espero que no hijo mío, porque tiene dieciséis años…

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